Nadie podría imaginarse, así, espontáneamente, que aquellas calles apacibles bajo el sol de la tarde, tendidas en una orgullosa afirmación de su condición pueblerina; convencidas por el embrujo de la luna se encenderían en farolas de colores y avivarían el tránsito vehicular y peatonal figurando un aspecto de gran ciudad. Ni que, entonces, el puente, que durante el día luce su herrumbre de hierro como símbolo de resistencia, se iluminaría impúdicamente como un paso de encanto blanco entre el urbanismo y la naturaleza.
Pero todo ello sucede en Gualeguaychú, quizás por su tradición carnavalera, por su adaptación a los cambios, su espíritu liberal y su afición a los disfraces; quizás porque Momo se encarna en sus arterias y se divierte burlándose del desconcertado visitante, que de repente se encuentra en una típica localidad entrerriana de siesta silenciosa, e imprevistamente aparece en una urbe resplandeciente, dinámica y ofrecida en mil posibilidades.
Casi mágico resulta así cruzar en la noche el Puente Méndez Casariego, dejar atrás la movida citadina, el ruido vivaz, los bares desbordantes de juventud, los comedores y heladerías, la transitada Costanera, las banditas de música locales contempladas desde la cómoda popular del cordón- cuneta; experimentar el paso inmediato del movimiento a la quietud, ingresar en la realidad nocturna espléndidamente iluminada del Parque Unzué, y descubrir el contraste entre la selva de asfalto y el asfalto de la arboleda.
Nadie podría imaginarse que aquellas calles apacibles bajo el sol de la tarde, convencidas por el embrujo de la luna se encenderían en farolas de colores y avivarían el tránsito vehicular y peatonal figurando un aspecto de gran ciudad...